Los héroes que nos dieron patria
TAMBIÉN HUBO HEROÍNAS:
UNA RECONSTRUCCIÓN PROBLEMÁTICA

Andrés Ortiz Garay[*]



En esta entrega de la serie, apartada del enfoque biográfico seguido en las anteriores, el objetivo es señalar algunos problemas y limitantes que enfrenta historiar la participación de las mujeres en la gesta de Independencia. Dicho enfoque se retomará en próximas oportunidades, pues aquí se trata de definir algunas premisas que nos acerquen a una historia más incluyente y equitativa.




c Los héroes que nos dieron patria. También hubo heroínas: una reconstrucción problemática

Es una triste paradoja que la Independencia y la patria mexicanas se representen plásticamente con rostros y cuerpos femeninos[1] mientras que el desconocimiento y el olvido de la participación de las mujeres en la gesta independentista sea lo más común. Que alguien sea capaz de recordar media docena de nombres de las “heroínas que nos dieron patria” podría tomarse como muestra de erudición; y bien sabemos que sólo dos mujeres son acreedoras a los mántricos ¡vivas! de nuestras fiestas septembrinas: La Corregidora, Josefa Ortiz de Domínguez (siempre así, con su apellido de casada) y Leona Vicario. Por más intentos que artistas de cine y escritores de novelas han hecho, Gertrudis Bocanegra y María Ignacia La Güera Rodríguez permanecen generalmente excluidas de este selecto grupo, aunque la primera cumpla con el requisito del martirio como arquetipo de heroicidad y la segunda despierte simpatías o morbo más relacionados con su esplendorosa hermosura que con una comprobada membresía en la insurgencia. Aparte de estos casos (sobre los que se ha publicado bastante, muchas veces recurriendo más a la leyenda que al análisis), en la historiografía mexicana suelen predominar el relegamiento, la fragmentación y la incomprensión en lo relacionado con la participación de las mujeres en la lucha por la Independencia.


El 10 de octubre de 1817 Gertrudis Bocanegra fue fusilada por trabajar a favor de la insurgencia / Juan O´Gorman, Historia de Michoacán, 1941-1942, mural (detalle)


Algunos trabajos de índole feminista agregan a esa tríada la omisión y la desvalorización; así, Quetziquel Flores Villicaña dice que “es un tema omitido o poco tratado por los historiadores, quienes han centrado los ideales de lucha de la independencia fundamentalmente en la figura masculina” (2009, p. 490); y María de J. Rodríguez Guerrero propone que “la influencia de la iglesia católica, los roles tradicionales femeninos, un sistema político altamente excluyente y una cultura política autoritaria y machista” (2009, p. 360-361) son las causas fundamentales del nulo valor otorgado a la actuación femenina en ese acontecimiento. Sin demeritar estas proposiciones, debemos recordar que ya tempranamente, la historiografía de la Independencia registró la actuación de las mujeres en el movimiento insurgente. Por ejemplo, lo dicho por Lorenzo de Zavala:

…muchos perecieron en las cárceles, y los que querían evitar el castigo, corrían a las filas de los insurgentes a tomar parte en sus riesgos y fatigas. El bello sexo no estaba exento de estas persecuciones. Doña María Leona Vicario, esposa de Andrés Quintana Roo, se escapó de la prisión en que estaba en un convento para ir al campo de los patriotas, en donde estuvo muchos años expuesta a las fatigas y riesgos de una guerra destructora […] ella sacrificaba su reposo y una fortuna inmensa a la libertad de sus conciudadanos. La Sra. Domínguez, esposa del corregidor de Querétaro, sufrió igualmente muchos años de prisión separada de sus tiernos hijos, y la Sra. Lazarín tuvo la misma suerte. Muchas otras señoras se distinguieron por su patriotismo y sacrificios, y el gobierno virreinal no respetaba ni los derechos naturales de un sexo delicado, ni las consideraciones que se deben a esta bella porción del género humano (1845, p. 60).

Bustamante, Alamán, Mora, Zárate y los demás historiadores del siglo XIX tampoco omitieron hablar de las mujeres insurgentes y a veces incluso de las del bando realista. El primero de ellos, don Carlos, no sólo trazó un cuadro histórico sino también emotivo en el que ocupa un lugar importante doña Manuela García Villaseñor, su “esposa y compañera de la revolución”, que al igual que él, era “víctima de un amor patriótico”. Desde luego, aquella construcción de la heroicidad femenina sostenía convenciones y valoraciones que visualizaban a las mujeres como compendios de rectitud, patriotismo y abnegación (destacando sus roles domésticos como madres, esposas, hijas u otra suerte de relación familiar). Esta concepción decimonónica de las “heroínas que nos dieron patria” se mantuvo intocada hasta el último tercio del siglo XX, cuando el influjo de los movimientos feministas dio paso a un nuevo discurso historiográfico que busca poner de relieve sus valoraciones individuales, definiciones personales y especificidades biográficas.[2]



Imagen que se presume representa a María Ignacia La Güera Rodríguez


c Relegamiento

En marzo de 1811, junto con Hidalgo, Allende y otros líderes de la primera insurrección, cayeron prisioneras de los realistas varios cientos de personas. Existe una larga lista con sus nombres, pero todos son de hombres, y aunque se sabe que también los acompañaban varias mujeres, ellas quedaron en el anonimato, pues no fueron registradas en ese listado.[3] Este relegamiento es ejemplar respecto a las dificultades que enfrenta la construcción de una historia más incluyente que ofrezca detalles de la participación femenina en la lucha independentista.

Desde luego, sí hay recuerdo de algunas anécdotas; una bastante repetida es la atribuida a una tal María que acompañaba a las fuerzas de Francisco Javier Mina tras su desembarco en Soto la Marina. Durante una batalla junto al río de igual nombre (junio de 1817), María desafió el nutrido fuego realista para bajar hasta el río y llevar de regreso agua con la que alivió la sed de sus compañeros;[4] pero, no obstante la exaltación de esta muestra del valor femenino, subsiste el hecho de que esa mujer permanecerá por siempre en un cuasi anonimato y será prácticamente imposible escribir su biografía, pues el nombre que se le da en la historia, María Soto la Marina, es claramente un sucedáneo de su nombre verdadero.

Casos como éste parecen corroborar el argumento de la invisibilidad de las mujeres de esa época, pero conviene matizarlo porque otros apuntan en el sentido de que la anonimia y el relegamiento caracterizan más a las mujeres de clases pobres y ámbitos rurales que a las de clases adineradas y citadinas. Por eso se conoce con mayor precisión a Mariana Rodríguez del Toro, esposa de Miguel Lazarín, uno de los socios del emporio minero La Valenciana, en Guanajuato. Esta pareja vivía en la Ciudad de México, donde patrocinaba unas tertulias más fastuosas y concurridas que las de Josefa Ortiz y Miguel Domínguez en Querétaro o las del cura de Dolores. En las tertulias de los Lazarín también se hablaba mucho de independencia, y, en 1811, cuando los habitantes de la capital se enteraron de la aprehensión de Hidalgo y Allende en el lejano norte, doña Mariana expuso ante la acongojada asistencia a la acostumbrada reunión, su idea de apoderarse del virrey Venegas y otros funcionarios para obligar un canje de prisioneros que diera libertad a los caudillos insurgentes. Mariana convenció a sus compañeros y así comenzó a fraguarse un complot que incluía conseguir armas y tomar control del palacio virreinal; ella y otras mujeres que formaban parte del grupo proinsurgente (probablemente ligado a la sociedad secreta de Los Guadalupes) desempeñaron roles activos en muchos pasos de la conspiración.

Pero resultó que uno de los involucrados se confesó la tarde anterior a la fecha fijada para el secuestro, pues pensaba que podía morir en el intento, y el cura que lo atendió decidió traicionar el secreto de confesión: fue al palacio virreinal para denunciar la trama. Se aprehendió entonces al confesado y se le sacó información sobre quiénes estaban conjurados y cuáles eran sus planes. Los esposos Lazarín y otras personas fueron arrestados e interrogados duramente. El 29 de agosto de 1811 (casi un mes después del fusilamiento de Hidalgo), Ignacio Castañas y Antonio Ferrer fueron ejecutados públicamente con el garrote vil como castigo por haber participado en el complot. Doña Mariana se salvó de una suerte similar gracias a que estaba encinta, pero ella y su marido permanecieron en prisión hasta diciembre de 1820.


Mariana Rodríguez del Toro, esposa de Manuel Lazarín, fue una de las promotoras de la denominada conspiración del año de 11, el Lunes
Santo de 1811.


También podemos constatar, más que relegamiento, la primacía de la mujer en el ámbito simbólico (quizá nuestra incredulidad actual calificará de meramente simbólico lo que aquí menciono, pero era crucial en esa época en que la religión católica imperaba en la Nueva España)[5]. Es significativo que insurgentes y realistas hayan elegido como patronas de sus respectivas causas a dos deidades femeninas, unos a la virgen morena del Tepeyac y otros a la virgen blanca de Los Remedios. Las connotaciones raciales y la historia del origen del culto a esas dos advocaciones marianas en Nueva España nos pueden dejar claros los motivos de tal elección, pero sigue siendo difícil explicar por qué los beligerantes de ambos bandos –mayoritariamente de género masculino– invocaban la protección de figuras del género femenino al entrar en combate; ¿por qué no se recurrió al poderío guerrero de san Ignacio o el apóstol Santiago (este último, emblema de la conquista española de América)? ¿Era necesaria la intervención de una jerarquía divina de mayor rango? ¿Por qué en la guerra, actividad preponderantemente masculina, ese mayor poder se asoció a figuras femeninas? Se trata de interrogaciones para las que no tengo respuestas precisas, pero las señalo como rutas a explorar por parte de investigaciones que relacionen género-símbolo-historia. Y atrás permanece el hecho de que el virrey Venegas aprobó nombrar capitán general a la imagen de la Virgen de los Remedios y autorizó la formación de un batallón de 2500 “patriotas marianas” encargadas de combatir a la insurrección elevando sus plegarias a Dios con la intercesión de la virgen blanca; además, se destinó una importante suma de dinero para pagar a mujeres pobres que con cierta frecuencia sustituían a esas damas ricas en sus arduos combates con misales y rosarios en mano.


Es significativo que insurgentes y realistas hayan elegido como patronas de sus respectivas causas a dos deidades femeninas, unos a la virgen morena del Tepeyac y otros a la virgen blanca de Los Remedios


c Fragmentación

Aunque no se trata de una cuestión estadística, sino históricamente cualitativa, no está por demás consignar algunos datos que ofrece la historiadora María José Garrido Asperó. Esta autora nos dice que el Diccionario de insurgentes de José María Miquel i Vergés (Porrúa, 1969) registra 134 casos de mujeres que fueron simpatizantes o activistas de la causa insurgente; cerca de la mitad de ellas (62) fueron encarceladas y procesadas, seis de éstas sufrieron condenas a muerte que se ejecutaron en cuatro casos y a dos más se les conmutó tal sentencia por la de cárcel perpetua dado que se hallaban embarazadas. También consigna que en Mil quinientas mujeres en nuestra conciencia colectiva. Catálogo biográfico de mujeres de México, de Aurora Tovar Ramírez (Documentación y estudios de mujeres, 1996), se registran 162 casos relativos a la lucha por la emancipación: 94 implicaron encarcelamiento y procesos legales, y de éstos resultaron siete mujeres fusiladas y tres condenadas a muerte que igualmente fueron perdonadas por estar embarazadas (Garrido, 2003, p. 170, nota 4). Estas cifras demuestran que si bien se ha avanzado en la investigación, aún resulta escaso el número de mujeres de las que más o menos se conoce algo sobre los motivos, el desarrollo y el desenlace de su participación en el proceso independentista. Una causa del problema en la reconstrucción de esta historia es lo que aquí llamo fragmentación y que en la tesis ya mencionada de Janet Kentner se define así:

A veces, algunas mujeres eran capturadas y sus nombres formaron parte de los registros de las cortes marciales o de la Inquisición. Otras tomaron parte en el movimiento y pudieron escapar sin ser capturadas, mientras que otras más murieron durante las batallas o escaramuzas. Como resultado de esto, los registros documentales de las acciones de todas las mujeres, o incluso de la mayoría, no existen. En cambio, el único rastro de que algunas de estas mujeres participaron en el movimiento es muchas veces una breve referencia a cierto incidente en el que una o más estuvieron envueltas (1975, pp. 95-96).

Dado que la información proviene casi exclusivamente de los archivos gubernamentales, esas mujeres aparecen en primer lugar como sujetas a procesos judiciales por infidencia, ya que se vieron involucradas en actividades tales como seducción de oficiales y soldados realistas, espionaje, conspiración (encubrimiento de los rebeldes sobre todo cuando regresaban a los pueblos, ranchos o haciendas fingiendo ser labradores pacíficos), contrabando de mensajes y armas o provisión de apoyos y abastecimientos (desde comida y hospedaje hasta telas para confeccionar uniformes o papel para escribir, etc.); y en los casos más extremos, por desarrollar algún tipo de actividad en los campos de batalla (que a veces se situaban en poblaciones más o menos urbanizadas), ya fuera como guías de los destacamentos rebeldes, enfermeras de los improvisados hospitales de sangre, aguadoras, cocineras, sepultureras y –en casos no del todo infrecuentes– como gente de “sable y corcel”, es decir, como combatientes con armas en mano. Aparte de las mujeres que cayeron en combate o fueron sumariamente ejecutadas en el teatro de operaciones armadas,[6] las que fueron aprehendidas y juzgadas sufrieron penas de prisión (incluidos los encierros en casas de recogimiento), deportación, confiscación de bienes y, de modo no poco común, la ejecución ante pelotones de fusilamiento o la horca (en al menos dos casos de pena capital he leído que se cortó la cabeza de la mujer ejecutada para exhibirla a manera de escarmiento).[7]

Tras la consumación de la Independencia, las mujeres sobrevivientes y liberadas de su reclusión volvieron al anonimato del que habían salido en el tiempo del vendaval revolucionario. Sus méritos y sacrificios no fueron recompensados; a pesar de que existió una ley al respecto, pocas veces se cumplió con el pago de pensiones a las viudas o descendientes de los soldados insurgentes (como muestra, sólo un botón: unos años después de 1821 murió siendo sirvienta en San Miguel de Allende la única hija de Francisco López Rayón, el hermano de Ignacio,[8] fusilado en 1815). El único caso de recompensa que se conoce bien es el de Leona Vicario, que recibió dos propiedades inmobiliarias como retribución económica por los bienes que le había incautado el gobierno virreinal (quizá porque contaba con el antecedente de que el Congreso de Anáhuac y Morelos le habían prometido el pago de 500 pesos mensuales en reconocimiento a sus servicios).





Elena Huerta, Doña Josefa Ortiz de Domínguez, ca. 1950

Elena Huerta, Leona Vicario, ca. 1950

Las mujeres realistas. Parte de la explicación de una mayor participación de mujeres en el bando insurgente puede sustentarse en el hecho de que las tropas expedicionarias que venían de España no traían a sus esposas y familias consigo; y además, los soldados alistados en unidades regulares que sí habían nacido en América tampoco las tenían a su lado, pues casi siempre se les destacaba a lugares lejanos de sus residencias de origen. En el caso insurgente, la mayoría de los soldados actuaban en o cerca de sus regiones natales, así que las esposas, parientas o compañeras interactuaban directamente con ellos. Un caso curioso es el de Francisca de la Gándara, criolla, esposa de Félix María Calleja, el jefe realista convertido después en virrey. El matrimonio vivía en San Luis Potosí cuando Calleja partió en persecución de los insurrectos. Doña Francisca hizo entonces un viaje para unirse a su hermana en Ciénega de Mata, pero fue interceptada en el camino por una partida insurgente al mando de Rafael Iriarte, quien había sido empleado de Calleja y sabía bien que esa presa podía reportarle ciertos beneficios con cualquiera de los bandos contendientes. Iriarte trató bien y respetuosamente a la dama y después de un tiempo –no sabemos bien bajo qué arreglos– la liberó. A partir de entonces y hasta que Calleja se trasladó a la Ciudad de México para ocupar el cargo de virrey, la señora de la Gándara acompañó a su esposo por todos los lugares donde él presentó batalla a los insurgentes. Y por cierto, la esposa de Iriarte, Ana María Rueda, también fue secuestrada y luego liberada.


El crimen de seducción. Este delito constituyó la acusación más frecuentemente imputada a las mujeres que optaron por la insurgencia. Si bien en el ámbito judicial de la época el término seducción no era estrictamente equivalente a la incitación de carácter sexual, es indudable que frecuentemente se le relacionaba con el uso de los atributos corporales femeninos para atraer a los adversarios, y también se empleaba para desprestigiar como prostitutas o disolutas de baja moral a las mujeres que estaban acusadas de cometer ese delito que más bien se castigaba por sus implicaciones políticas. El crimen de seducción, en el argot de la documentación colonial, tenía mucho que ver con el arte de la persuasión, con el uso del razonamiento a través de la palabra hablada, pues era de este modo como las partidarias de la insurgencia buscaban convencer a soldados y oficiales realistas de pasarse al otro bando o al menos desertar y mantenerse neutrales. Posiblemente en varios casos ese intento no estuviera exento de coquetería y es indudable que casi siempre algo se ofrecía a cambio del tránsito de un bando al otro, que si bien generalmente podían ser ascensos en el rango militar, dinero, pasaportes, quizá podía incluir también la promesa de goces sexuales. Al menos eso era lo que consignaron varios documentos, algunos firmados por el coronel Iturbide y por el virrey Calleja. Es el caso de María Tomasa Esteves y Salas, que con su “hermosa figura” sacaba provecho a sus artes de seducción (ver nota 7). Y Calleja escribía en algún informe que Juana Barrera, María Josefa Anaya y Luisa Vega habían “franqueado hasta sus cuerpos al logro de sus ideas” (Saucedo, 2011, pp. 44-45). Es de deshonrosa fama lo escrito por el coronel realista Agustín de Iturbide en una carta dirigida al virrey Calleja para justificar su política acerca de las mujeres que suponía partidarias de la insurgencia y a las que mandó deportar, encarcelar y maltratar de varias maneras:

[…] esta clase de mujeres, en mi concepto, causan á veces mayor mal que algunos de los que andan agavillados, por más que se quieran alegar leyes en favor de este sexo, que si bien debe considerarse por su debilidad para aplicarle la pena, no puede dejarse en libertad para obrar males, y males de tanta gravedad y trascendencia: considérese el poder del bello sexo sobre el corazón del hombre, y esto sólo bastará para conocer el bien o el mal que pueden producir (Carta de Agustín de Iturbide a Calleja, 8 de julio de 1816, en Genaro García, Documentos históricos mexicanos, v. V, INEHRM, 1985, citado en Garrido, 2003, p. 179).


Iturbide ordenó la ejecución de María Tomasa Esteves y Salas, juzgada por seducción de la tropa, y mandó colgar su cabeza

c Incomprensión

Entre los motivos más frecuentes que explican la decisión de las mujeres para unirse a los movimientos insurgentes se han mencionado con bastante frecuencia “los desajustes en la economía familiar provocados por las reformas borbónicas, los lazos de parentesco[9] que las unían a los soldados insurgentes, los sentimientos patrióticos, la recompensa económica que podían obtener de sus parientes insurgentes, y/o que vieron en la guerra un mecanismo para manifestar su rebeldía contra la sociedad” (Garrido, 2003, p. 171). Si bien concuerdo con la relevancia de estos motivos, creo necesario señalar que se pueden agregar al menos otros dos que pocas veces se consideran:

  • Uno, del que no he encontrado mención, es el deseo de aventura y de conocer lugares y gente más allá de sus ámbitos familiares y locales (es clara la dificultad de contar con información que pudiera corroborar este motivo, pues seguramente las mujeres en ese caso no habrían escrito sobre ello, ya sea por ser analfabetas o por no tener nada que ganar –y sí mucho que perder por la reprobación social– con hacerlo; sin embargo, las dislocaciones familiares y del control social provocadas por la guerra, bien pudieron constituir un contexto favorable para satisfacer ese tipo de inquietud a pesar de los peligros que revestía).

  • Ese mismo contexto de guerra sumado a la revolución liberal dio origen a la aparición de una cultura política expresada en nuevos tipos de relación entre hombres y mujeres; entre esas nuevas formas de relacionarse y participar, la mayoría de las mujeres pudieron estar todavía formalmente excluidas de las posiciones de mando y autoridad reconocida, pero con toda probabilidad ellas no estaban exentas de tener también reconocimiento en las figuras de autogobierno, de democratización –así fuera incipiente– de los grupos de autoridad locales, o de figurar con más fuerza en los procesos de desintegración de las diferencias étnicas (más parejas interraciales, menos condenación de la cercanía social y sexual entre las castas, a lo que contribuía la expulsión de los españoles del ámbito rural por su miedo a ser asesinados); asimismo, la exención de los gravámenes e impuestos creada por los interregnos de dominio gubernamental pudo influir en una mayor igualdad económica entre mujeres y hombres que abriría espacios a la participación política de ellas.[10]


Anónimo, Corrido insurgente (enfrentamiento entre una mujer realista y una insurgente), detalle, 1814


Habría que agregar que el carácter oficial de las fuentes con las que se cuenta no ofrece casi ninguna posibilidad de conocer con detalle ni las acciones realizadas por ellas ni sus propias percepciones de lo que se considera en esas fuentes como disidencia; más bien lo que se registró y ahora podemos conocer es el punto de vista de otros acerca de esas acciones de disidencia (ya fuera los de la parte acusadora, de la defensora o acaso de los requeridos para testificar).

Se debe considerar además que las autoridades políticas y militares realistas estaban convencidas de la participación de las mujeres en la insurgencia. Por eso sus estrategias para dominar los territorios rebeldes no sólo se basaban en la persecución militar de los insurgentes, sino que incluían el desmantelamiento de las bases de apoyo que los habitantes de los pueblos proporcionaban a los rebeldes. Y este apoyo era brindado principalmente por las mujeres que se quedaban en los pueblos.

Conscientes de la amenaza que representaban, fueron recrudeciendo los castigos contra las mujeres que eran detenidas. Si las calificaron de prostitutas, si hicieron referencias al “poder del bello sexo”, fue porque de esa manera negaban a las mujeres existencia política y desprestigiaban su posición reduciendo a una condición moral su conducta (Garrido, 2003, p. 188).

Termino estos apuntes sobre la problemática reconstrucción de la participación de las mujeres en la lucha por la Independencia siguiendo lo que dice Carmen Saucedo sobre dos de ellas. Gertrudis Bocanegra (1765-1817) era una mestiza de Pátzcuaro que no obstante la muerte de su esposo y su hijo en el campo de batalla siguió desempeñándose como “informante y seductora” hasta ser descubierta, enjuiciada (por eso hay más información de ella que de otras) y pasada por las armas. La otra es Manuela Molina, llamada La Capitana, cacica de una república de indios en la región de Texcoco. Allí formó un contingente armado que obtuvo reconocimiento por la Suprema Junta Americana de López Rayón y con el que participó en “siete batallas”; tanto admiraba ella a José María Morelos que realizó un viaje a Acapulco para conocerlo; después, aunque derrotada y herida en combate, se negó a aceptar el indulto y se escondió en su región natal hasta la consumación de la Independencia (murió en 1822). Así como otras más de las que apenas sabemos sus nombres y muchas anónimas, ellas merecen un recuerdo de gloria y un ¡viva! en nuestros 15 de septiembre.

c Referencias

FLORES, Quetziquel (2009). La participación de la mujer en la construcción del México independiente. Alegatos, 73, pp. 489-508. https://fuenteshumanisticas.azc.uam.mx/index.php/ra/issue/view/31 Ir al sitio

GARRIDO, María José (2003). Entre hombres te veas: las mujeres de Pénjamo y la revolución de Independencia. Felipe Castro y Marcela Terrazas (coordinación y edición), Disidencia y disidentes en la historia de México (pp. 169-189). Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM. https://historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/407/407_04_08_Penjamo.pdf Ir al sitio

KENTNER, Janet (1975). The Socio-political Role of Women in the Mexican Wars of Independence. Tesis doctoral. https://ecommons.luc.edu/luc_diss/1621 Ir al sitio

RODRÍGUEZ Guerrero, María de J. (2009). México, independencia, mujeres, olvido, resistencia, rebeldía, dignidad y rescate. Alegatos, 73, pp. 355-380. https://fuenteshumanisticas.azc.uam.mx/index.php/ra/issue/view/31 Ir al sitio

SAUCEDO, Carmen (2011). Ellas, que dan de qué hablar. Las mujeres en la Guerra de Independencia. INEHRM. https://inehrm.gob.mx/work/models/inehrm/Resource/439/1/images/ellas.pdf Ir al sitio

ZAVALA, Lorenzo de (1845). Ensayo histórico de las revoluciones de México, desde 1808 hasta 1830. Tomo primero. http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc2r5n0 [edición digital basada en la original de Manuel N. de la Vega, 1845].Ir al sitio

Notas

* Antropólogo. Laboró en el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Instituto Nacional Indigenista y el Instituto Nacional de Ecología. Para Correo del Maestro escribió las series “El fluir de la historia”, “Batallas históricas”, “Palabras, libros, historias” y “Áreas naturales protegidas de México”.
  1. Como simple pero sobresaliente muestra de esto tenemos la magna escultura que llamamos Ángel de la Independencia o la imagen en la portada de los libros de texto gratuitos de nivel primaria entre 1962 y 1972.
  2. Un trabajo pionero que abordó hace años varios de los casos resumidos en los artículos antes mencionados es la tesis doctoral de Janet Kentner citada en referencias.
  3. Hay testimonios sobre esa presencia femenina. Por ejemplo, Testigos de la primera insurgencia: Abasolo, Sotelo, García (con estudios introductorios, edición y notas de Carlos Herrejón Peredo, INEHRM, México, 2009), donde el soldado Pedro García recuerda que Ignacio Allende, al tomar el mando supremo del ejército que marchaba por el desierto coahuilense con la idea de encontrar apoyo en la frontera con Estados Unidos, ordenó licenciar a mucha tropa y sus acompañantes, y aun así, todavía eran bastantes las mujeres y niños en el contingente; García afirmaba que tanto las señoras “bien educadas, de finos modales, rodeadas de hermosura y gracia”, como las de clases menos privilegiadas se espantaron por la aparición de un cometa en el firmamento, por lo que Juan Aldama, que era “simpático, de carácter festivo y amable”, les habló para calmar sus miedos y angustias (cfr. Saucedo, 2011, p. 50).
  4. Dos fuentes contemporáneas corroboran la veracidad de aquel hecho: Memorias de la Revolución de México, de William Davis Robinson, y Cuadro histórico de la Revolución Mexicana, de Carlos María Bustamante.
  5. Desde luego, tanto en aquella época como en la nuestra, el catolicismo popular urbano y los cultos practicados en el agro por las sumamente diversas comunidades indígenas y afroamericanas han constituido prácticas heterodoxas difícilmente compatibles con los dogmas de la curia vaticana. Sin embargo, la falta de espacio obliga a hacer abstracción de esta importante heterogeneidad.
  6. Las cifras exactas de mujeres asesinadas en batallas campales, en los sitios o los arrasamientos de poblados no se conocerán jamás. Tampoco se conocerán las de muchas que hayan muerto en prisión o ejecutadas sumariamente. Por ejemplo, algunos documentos mencionan a una tal Bernarda Espinosa acusada de seducción en Valladolid en 1815, sobre la que el fiscal del consejo que la juzgó recomendaba esparcir la voz de que sería llevada a una casa de recogimiento, pero al sacarla de la ciudad se le debería fusilar en el camino como traidora por la espalda, sin que el público se enterara de su suerte. Esto fue así porque se temía la represalia de los insurgentes sobre 40 soldados realistas que estaban prisioneros; el fiscal, un teniente del regimiento de la Corona doblemente despectivo, dijo que “era más apreciable una sola vida de estos infelices que la de 50 mujeres prostituidas y abandonadas como éstas” (García, citado en Garrido, 2003, p. 181).
  7. Iturbide, en su calidad de comandante de las tropas del Bajío y de segundo al mando en el Ejército del Norte, fue uno de los más implacables jefes realistas y su crueldad llegó al punto de publicar bandos en los que amenazaba con fusilar a las mujeres que tenía presas en las casas de recogidas de Guanajuato e Irapuato y colgar sus cabezas en los sitios donde supuestamente habían cometido los delitos que les imputaba (hay al menos la noticia de un caso comprobado en que esto sucedió, pues en agosto de 1814, en la región de Salamanca, Guanajuato, Iturbide ordenó la ejecución de María Tomasa Esteves de Salas, juzgada por seducción de la tropa, y mandó colgar su cabeza). Con esto Iturbide excedía las facultades que tenía como comandante militar. El virrey Calleja desaprobó de palabra la conducta de Iturbide juzgándola excesiva, pero en realidad se mantuvo en espera de los resultados que tendrían incendios, deportaciones y encarcelamientos en masa para ver si con ellos se podía quebrantar la resistencia de los insurgentes. Iturbide puede ser así considerado un precursor de la política antiguerrillera de las “aldeas estratégicas” utilizada por el ejército de los Estados Unidos en la guerra de Vietnam.
  8. Véase el artículo de esta misma serie titulado “Ignacio López Rayón: insurgente entre dos épocas”, Correo del Maestro, núm. 313, pp. 37-43. https://issuu.com/edilar/docs/cdm-313 Ir al sitio
  9. O los emocionales y amorosos. Es destacable que la calificación de prostitutas y de baja moralidad aplicada por los realistas a las mujeres insurgentes sirviera para desplazar la valoración de sus conductas desde el ámbito político al moral, es decir que se les juzgaba en términos morales y no atendiendo a sus preferencias políticas, por lo cual sus acciones en vez de considerarse parte de sus vidas privadas se convertían –convenientemente para la represión hacia el movimiento insurgente– en asuntos de seguridad pública.
  10. Se trata de asuntos que menciono con la intención de señalarlos como rutas por explorar.
c Créditos fotográficos

- Imagen inicial: D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México (CC BY-NC-ND 4.0)

- Foto 1 a 3: Tomado de www.inehrm.gob.mx/es/inehrm/LeonaVic_ForjadorasdelaPatria

- Foto 4: D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México (CC BY-NC-ND 4.0)

- Foto 5 a 6: museoblaisten.com

- Foto 7: twitter.com/KioscoHistoria/status/1233073961656668160/photo/2

- Foto 8: mobile.twitter.com/INEHRM/status/1305854301387055104/photo/1

CORREO del MAESTRO • núm. 316 • Septiembre 2022